Antes del nacimiento y
hasta
el último instante de la
muerte,
hombres y mujeres oyen sin
un instante de reposo.
Pascal Quignard
El
taller decide hacer llegar una música. Como decide tan pocas otras cosas, pero
con tanta convicción, el taller resume una vez más un llamado a otras melodías
que permitan hilvanar los silencios de otros modos, con otros tonos y nuevos
tintes.
Llega
entonces la música, ya no murmullo de radio, ya envolviendo la música al
televisor gris del comedor y torturando, la música, al enfermero que trata de
escuchar al gremialista que protesta una vez más.
Canta
el violín alegrías y tristezas.
Baila
la caja peruana chacareras.
Silva
y aplaude el extremo norte del lento pasillo de la sala de veinticinco camas,
sonando como una tribuna.
Gime
el extremo sur del largo pasillo de la sala de mil camas y alucina, al mismo
tiempo que despierta, atado, dolido, domado, sonando como leonera.
Rasga
su voz el cantor y canta locuras, fisuras y descansitos.
Sueña
y comenta el comentador, que sería maravillosa la locura y la fisura en Plaza
Francia con un porro viajando entre los labios de los presentes.
Merodea
el merodeante.
Chifla
entusiasmo en el caminador inquieto, y perfora los tímpanos de las doctoras
cuya piel ya estaba erizada desde hacía rato.
Ríen.
Suena
la zamba de los caballos hacia la luna en la voz tersa de una mujer.
Baila
la chacarera en varios, en palmas, en pies y corazones, en ojos y retumba en
las paredes al par que habilita algunos trances.
Se
presenta de repente un gesto ¿disonante?: “No
me gusta esta canción, es muy triste ese violín”, dice la desdicha a los
gritos. Y propone cantar un rock and
roll y al hacerse audible en una boca, canción que sale de una boca y no, de un
vacío, no sale de un gemir, sale a batallar desde la boca.
Al
hacerse valer y hacerse audible en la boca de un cuerpo que se va del ritmo,
sigue sola nomás, desentona, corre sola y atrás las voces que quieren amistad. “No flaco, la tenés que conocer, escuchá
este tema y seguime.” “Mirá que me voy, eh?”, dice la voz que emerge del
coro entusiasta porque no soporta quizás esa armonía.
Se
lee en Barthes que la sutileza del poder pasa por la heterorritmia. Y precisa que al poner juntos dos ritmos
diferentes se crean profundas perturbaciones.
Quizás
sea hora del dolor de despegarse de las gentilezas para recordar una vez más
que el sonido ignora la piel y que no conoce párpados. Y que el sonido se
precipita porque no se trata de sujetos ni de objetos de la audición, y que el
sonido viola y que allí está esa voz comentadora, batidora de duelos, para la
denuncia.
Las
orejas no tienen párpados y escuchar es ser tocado a distancia. Esa voz comentadora
da cuenta de esa violencia.
Dice
Pascal Quignard que quizás no haya música que no sea aglutinante, ya que no hay
música que no movilice en el acto hálito y sangre.
¿Qué
será entonces lo que duele, lo que daña? ¿La voz disonante disconforme denunciante
distímica dismorfa inestética, muy sola ella que arruina el tímido arrebato de
los coros, o el sometimiento a una y otra y otra obediencia más?
Porque
la finalidad de la música es posible que sea solamente esta: atraer al otro. Y
el taller lo había pensado así.
La
música –toda ella- nos somete a trances. La escucha musical puede derrumbar la
identidad al tiempo que el alma queda seducida.
un descansito y a seguir
que el día es largo para la
hora en que me levanto
un ratito para reír
de un buen pasar, de un
buen recuerdo
yo te juro, no me voy a
colgar
esta rutina ya es parte de
mi andar
yo te juro, no me voy a
olvidar
Un descansito y a seguir
a la sombra de un árbol
andando en los rayos del
sol
para una buena digestión
o dormir un poco mejor
en ofrenda a la luna
o en saludo al sol
un descansito y a seguir
caminé…
hoy los pies no me llevan a
casa!
Matías Scholand
El significado más arcaico de Aión es el
de vida. Aliento o fuerza vital y por extensión, el de duración o perduración
de la vida. Más tarde pasó a designar las grandes eras o edades de la vida del
mundo, los grandes ciclos del Cosmos. También se le asigna el Tiempo como vida
siempre viva, sin principio ni fin, eso es la eternidad. Para los griegos Aión
es Dios de la eternidad al que no le hace falta devorar nada para ser eterno,
es a la vez niño y anciano, dios que tiene sentido en sí mismo, dios que no
contempla los objetivos ni los planes sino que produce a acciones que tienen
sentido en sí mismas. Dios que tan solo da, es precisamente el presente el
momento en que Aión aparece o se desvela, pero un instante que no está
desvinculado del antes o del después (Cronos).
Cuando la acción se produce bajo el auspicio de Aión, el camino que se
recorre cumple el simple y único objetivo
que es meramente el recorrido.
De pronto, la guitarra es arrebatada por
un cuerpo ruliento y enorme que tras un proceso mágico transforma a todo en un
blues. El trovador inesperado se funde con las paredes de la sala y se produce
una voz nueva, un canto que funde rock, pacientes, paciencia, pasividad,
estallido y grito.
Electrifican amores.
Cantan Ojalá.
Vuelven a cantar Ojalá.
Tararea, baila, canturrea la enfermera
roja.
Acaricia toqueteante una mano a un cuerpo
que se resiste y sale disparado hacia el mismo lugar, la sala de internación.
Vibra en la emoción de los cuerpos una
emoción no nueva.
Agradece un muchacho la visita y mientras
se va él rápidamente, quién sabe por qué, qué importa, -porque es un visitante
de la sala que lo acobijó por un tiempo, rumorean los otros-: y rumorean: Volvé cuando quieras, compañero, pero mejor
si venís con unos mangos.
Atisba la mirada pequeña en un cuerpo
inquieto y trémulo, buscando la hoja de siempre, siempre nueva, hoja para
dibujar futbolistas, y se va, y vuelve otra vez y otra vez hasta que se
entronca arrullando, dando sombra a un cuerpo atado en una cama gimiente.
Interpela, tras tupidos bigotes un cuerpo
emocionado, enamorado, y le dice al pibe que trajo el violín: Yo te conozco a vos, vos andás entre mis
amigos músicos, gente importante, los concertistas. Calla y otorga una vez
más el violinista, y una sonrisa se dispara hacia la otra.
Tarde pero nunca demasiado tarde, un
quince de marzo de un dos mil dieciséis, han pasado unos cuantos ángeles por la
sala, y secreta y silenciosamente han besado cada frente.
Luz Barassi